En un curso sobre meditación oí por primera vez el término «impermanencia». He de confesar que me cautivó de inmediato. Es una palabra honda, profunda. Un vocablo intrigante, que abre infinitas posibilidades.
Impermanencia… y me viene a la cabeza que aquello que deseo, que amo, que atesoro, que cuido con recelo, en cualquier momento me puede ser arrebatado. Y me produce desasosiego.
Impermanencia… y pienso que, circunstancias ni buscadas ni queridas pueden desvanecerse sin más, pues parece ser que es el destino de todas las cosas. Y me alegra que así sea.
Impermanencia… es lo que nos muestra constantemente la naturaleza. La circularidad de las estaciones, los ciclos infinitos de muerte y resurrección. La naturaleza es sabia y no se resiste.
Nos aferramos a la posesión física. Nos empeñamos en mantener nuestras ideas y convicciones impolutas. Creemos que nuestras conquistas prevalecerán a lo largo del tiempo. Y no nos atrevemos a soltar. Y pasan los años y nuestro fardo rebosa de materiales, emociones y creencias que tuvieron sentido en algún momento y que ahora nos lastran nuestra capacidad de abordar nuevos retos.
Impermanencia es el requisito indispensable para abrir la espita del «todo es posible». Es el sendero por donde transcurre la evolución. Es transitar el vértigo de la libertad.
Interiorizar la impermanencia es relativizar. Es recortar excesos. Es conseguir que el amor no se torne tiranía. Es asumir la temporalidad de los malos tiempos.
Acercar el sentido de impermanencia al mundo laboral es tremendamente útil. Refuerza el protagonismo de la creatividad y de la innovación. Nos hace entrenar nuestra flexibilidad, nuestra humildad y esa sana sensación de vulnerabilidad. Nos reta constantemente a desarrollar nuestra mejor versión.
Impermanencia… mi apuesta es aceptarla como una gran oportunidad. ¿Cuál es la tuya?